El término “experto en inteligencia artificial” se ha vuelto cada vez más común. Muchas personas se autodenominan expertas solo por saber utilizar herramientas de IA generativa. Incluso han comenzado a proliferar talleres que prometen convertirte en especialista en cuestión de horas. Como era de esperarse, también han surgido voces críticas que invitan a tomar distancia y cuestionar estas afirmaciones: usar herramientas no equivale a comprender los fundamentos de la inteligencia artificial, ni a tener una formación sólida en el campo. Ser especialista implica mucho más que dominar una interfaz.
Pero, ¿sabes qué? Esto ya lo vivimos antes.
Te lo cuento desde mi experiencia como fotoperiodista.

A fines de los años 90 y comienzos de los 2000, con la llegada de las cámaras digitales y su rápida masificación, se desató un debate muy parecido. De pronto, cualquiera con una cámara era “fotógrafo”, lo que generó incomodidad por parte de quienes llevaban años en el oficio. La frase “¡Ahora todos se creen fotógrafos!” se volvió recurrente. Sin embargo, más allá de la queja, aquella reacción evidenciaba un cambio mucho más profundo: un punto de quiebre tecnológico y cultural que transformó para siempre la manera en que producimos, consumimos y valoramos las imágenes.
La llegada de la digitalización de la imagen y el acceso masivo a dispositivos capaces de capturar fotos revolucionaron la forma en que se entendía y practicaba la fotografía. Todo comenzó con la popularización de las cámaras digitales compactas, pero fue la incorporación de cámaras en los teléfonos móviles lo que realmente democratizó la captura de imágenes, ofreciendo una calidad antes reservada únicamente para equipos profesionales y costosos.

En ese contexto, el sociólogo y teórico de la imagen Joan Fontcuberta advierte en su libro, La furia de las imágenes (2016), sobre la «inflación iconográfica» de nuestra era, producto de una sobreproducción visual donde el valor documental, artístico o informativo de la fotografía se ve diluido en una avalancha de imágenes cotidianas y efímeras. Esto coincide con la emergencia del prosumer: una persona que ya no solo consume contenidos, sino que también los produce y difunde, gracias al abaratamiento de las herramientas tecnológicas y el auge de las redes sociales.
Hoy, más de dos décadas después, observamos un fenómeno paralelo con la irrupción de la inteligencia artificial generativa (IAG). Herramientas como ChatGPT, DALL·E, Midjourney o Copilot han abierto las puertas a la creación de contenido textual, visual y multimedia por parte de usuarios sin formación previa en programación, diseño o escritura. Esta accesibilidad (sin duda valiosa desde una perspectiva de inclusión) también ha generado la proliferación de “expertos” que, al dominar el uso superficial de estas plataformas, se autodefinen como especialistas en inteligencia artificial.

El uso eficaz de una herramienta no equivale a comprender a fondo el campo al que pertenece; saber utilizar una plataforma no convierte a nadie en especialista. De hecho, existe una diferencia aún más importante —y a menudo olvidada— entre usar IA y crear IA:
Quien usa IA aprovecha herramientas ya desarrolladas para potenciar su trabajo, optimizar procesos o explorar nuevas formas de expresión. No necesita saber cómo funciona el algoritmo detrás, solo cómo interactuar con él para obtener lo que busca. Es como manejar un coche sin necesidad de ser ingeniero mecánico.
En cambio, quien crea IA está en la cocina del asunto: entrena modelos, desarrolla arquitecturas, escribe código en lenguajes como Python, y trabaja con frameworks como TensorFlow o PyTorch. Estas personas entienden la matemática que da vida a la IA, conocen sus límites y la ética que implica su diseño. Son quienes hacen posible que existan esas herramientas que luego muchos usamos.
Ambos roles son valiosos, pero no son lo mismo.

Entender esta diferencia nos ayuda a valorar el trabajo que hay detrás de cada herramienta y, al mismo tiempo, a no confundir pericia técnica con simple uso eficiente. Saber usar ChatGPT no te convierte en experto en inteligencia artificial, del mismo modo que tener una buena cámara no te hace automáticamente un fotógrafo profesional.
Esta experiencia vivida con la fotografía nos deja una lección valiosa: las herramientas por sí solas no definen la maestría ni el conocimiento profundo. La historia se repite con la inteligencia artificial generativa, invitándonos a mirar más allá del uso superficial y a reconocer el verdadero valor del aprendizaje, la ética y la comprensión en cada campo. Al final, como en la fotografía, la diferencia entre quien usa la herramienta y quien domina el arte y la ciencia detrás es la que marcará la diferencia en el futuro.
Referencias:
- Echeverría, J. (2000). Los señores del aire. Telépolis y el Tercer Entorno. Destino.
- Fontcuberta, J. (2016). La furia de las imágenes. Galaxia Gutenberg.
- Manovich, L. (2008). The Practice of Everyday (Media) Life: From Mass Consumption to Mass Cultural Production?. Critical Inquiry, 35(2), 319–331.
- Toffler, A. (1980). The Third Wave. Morrow.